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martes, 30 de julio de 2013

Algo bueno que decir.



Terminadas las vacaciones, vamos de regreso al trabajo. Veo que hace tiempo que no escribo nada para el blog y pienso: Mi abuela decía “si no puedes decir algo bueno, mejor no digas nada”. ¿Será que no hay nada bueno que decir de la FESC?
Sigo pensando… ¿qué puedo decir de bueno? Y entonces recuerdo una llamada telefónica reciente donde un grupo de profesores de la facultad me hacen patente su apoyo ante los despropósitos de las autoridades locales. Muchas gracias amigos, tengo en cuenta su oferta y sobretodo la agradezco.

Para no entrar en temas que me alejen del propósito de este regreso al trabajo de  decir algo bueno, platicaré que en estas vacaciones tuve oportunidad de leer un libro muy interesante que trata el  tema del “Hombre de Piltdown.”

Piltdown es un sitio  a unos sesenta o setenta kilómetros al sur de Londres. En ese sitio se encontraron a principios del siglo XX unos restos que se dijo serían los del eslabón perdido entre el mono y el hombre.

Charles Darwin había publicado en 1859 El Origen de las especies y con ese trabajo había abierto una serie de interrogantes como, por ejemplo, el de la de la ruta evolutiva que vinculaba al hombre actual con sus antepasados simios.  Darwin renunció a construir ese árbol genealógico aduciendo que no existían suficientes restos fósiles que permitieran hacerlo.

Sin embargo otros investigadores consagraron a esa tarea enormes esfuerzos, no siempre ajenos a la trampa. Entre ellos Ernst Haeckel quien en enero de 1909, bajo la presión de la Keplerbund y de Arnold Brass aceptaba haber manipulado algunas imágenes de embriones para hacerlas más acordes a los argumentos que quería sostener.

Fue probablemente ese “entusiasmo” por construir el árbol genealógico de la evolución (Haeckel en 1874, en su libro Antropogenia  propuso una serie de 22 eslabones que llevarían de los ancestros originales al hombre actual) lo que motivó el caso del hombre de Piltdown

En diciembre de 1912 Arthur Smith Woodward y Charles Dawson, conservador del Museo Británico, el primero y paleontólogo aficionado, el segundo; anunciaron el descubrimiento del eslabón perdido entre el simio y el hombre.

Lo que habían encontrado, en Piltdown, junto a restos de mamut y elefante eran un cráneo y una mandíbula peculiares. La mandíbula era muy parecida a la de los orangutanes y el cráneo al de los hombres. La mandíbula estaba rota y no podía comprobarse si embonaba o no con el cráneo. Lo que presentaron Dawson y Woodward a la reunión de la Sociedad Geológica de Londres en ese diciembre fue la reconstrucción del cráneo realizada por Woodward, a partir de las evidencias fósiles.

En un principio hubo ciertas reticencias; sobre todo por parte del renombrado anatomista Arthur Keith, quien intentó una reconstrucción diferente del cráneo.  Sin embargo los cuestionamientos fueron rápidamente dejados de lado cuando en una segunda serie de excavaciones en agosto del 2013, se descubrió un canino.  Woodward dijo inmediatamente que, ese hallazgo, le daba la razón en su controversia con Keith sobre la reconstrucción.

Con toda la atención centrada en el debate sobre cuál de las reconstrucciones era la correcta se hizo caso omiso de las opiniones de otros expertos como David Waterston, Gerrit Miller, Marcellin Boule y Francesco Fasseto. Estos expertos pensaban que se trataba simplemente del cráneo de un hombre encontrado junto a la mandíbula de un chango; si bien después del segundo hallazgo las dudas disminuyeron casi completamente.

A Woodward y Keith se les dieron títulos nobiliarios  y a Dawson se le construyó un monumento en Piltdown. Todo parecía estar muy bien hasta que en 1935 Kenneth Oakley, geólogo del Museo Británico, empezó a tener dudas sobre la discrepancia entre la edad de los restos y la del estrato geológico donde fueron encontrados.

El perfeccionamiento de la técnica de datación con fluorina, debida al francés Adolf Carnot,  permitió verificar que los restos del mamut y el elefante tenían una edad diferente que la del cráneo y que éste último no rebasaba los 50 mil años, un valor diez veces inferior al que se decía tenía.

Los primeros resultados de estas dataciones llevaron a una completa reexaminación de los restos de Piltdown. Los resultados fueron publicados en 1953 en un trabajo titulado La solución del problema de Piltdown. La solución era tan simple como desagradable: se trataba de una estafa. La noticia llegó a publicaciones no científicas de gran tiraje como Times.

Del trío original Dawson, Woodward y Keith, para 1953, dos habían muerto: Dawson en 1916 y Woodward en 1944, Keith, que aún vivía, fue entrevistado junto con otros participantes o descendientes de otros participantes en las excavaciones.

En el primer caso se encuentra el jesuita Theilard de Chardin y en el segundo los hijos del químico Samuel Allison Woodhead, que había acompañado a Dawson en sus excavaciones originales. Nada pudo concluirse sobre quien habría sido el autor o los autores del engaño, tampoco sobre sus móviles.

Aunque ya han muerto todos los participantes, el caso se ha seguido investigando y cada cierto tiempo se descubre un nuevo documento o un indicio en un documento tya conocido, que lleva a plantear una nueva hipótesis sobre quien realizó el fraude.

Lo curioso del tema es que prácticamente todos quienes participaron en el asunto han sido considerados sospechosos. Existe un cuadro –el que ilustra este texto- pintado en 1915 por John Cooke, donde aparecen Keith, al centro con la bata blanca junto con Dawson y Woodward, de pie y a la derecha en el cuadro.

Completan el grupo varíos científicos más, entre los que se encuentran el anatomista Grafton Elliot Smith, presente en la presentación inicial de la reconstrucción de los restos hecha en diciembre del 2013, un par de entusiastas zoólogos defensores de la reconstrucción hecha por Woodward y un cirujano dental que había asesorado a Woodward en la reconstrucción. Se ha dicho repetidamente, que entre ellos debe estar el autor del engaño.

Como en las buenas novelas policíacas, un análisis inicial hace pensar en un sospechoso, pero la aparición de nuevos datos y un segundo análisis hace pensar en otro sospechoso. ¿Será por eso que incluso, Arthur Conan Doyle, el padre de la novela policíaca de bases científicas y creador de Sherlock Holmes ha llegado a ser considerado sospechoso?  

Muy interesante historia, que como decía al principio, lei en estas vacaciones dentro de un libro que platica otros casos también muy interesantes de trampas científicas. ¿El nombre del libro? Las mentiras de la ciencia, de Federico Di Trocchio.

Pues creo que le hice caso a mi abuelita.

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