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domingo, 11 de septiembre de 2011

Rojo.


La pasión, el amor, las rosas, la sangre, los rubíes, los labios, la vergüenza, el infierno, el demonio, el corazón;  todos esos objetos se asocian con el rojo.
El rojo esta presente también en los nombres de obras literarias: Rojo y Negro es la obra de Stendhal que debe su titulo a los colores de los uniformes militar (rojo) y clerical (negro), mi nombre es rojo es el título de una novela de Orhan Pamuk y finalmente Rojo es el nombre de una obra de teatro acerca del pintor Mark Rothko.
El sábado por la noche fui a ver la obra. No tenía idea de quien era Rothko, ni tampoco de que hablaba la obra, fui porque me gusta mucho el teatro y siempre que se presenta la oportunidad estoy dispuesto a ir, pero sobretodo fui por morbo, por el morbo que me producía ver a Víctor Trujillo dar vida a un personaje que no era ni la Beba Galván, ni Brozo, ni Johnny Latino, ni Estetoscopio Medina Chaires, ni Gary Linebacker, ni el Charro Amarillo; personajes todos ellos surgidos en el inolvidable programa de La Caravana, en donde hacía pareja con Ausencio Cruz. Ausencio tenía ese inolvidable personaje de Margarito. Margarito Perez, el concursante inocente víctima ineluctable de las preguntas de Johnny Latino y al que se despedía siempre con las inolvidables palabras: “Chicas, llévenlo al baile”.
Un pequeño paréntesis para comentar que en mi opinión mucho de lo que se hace en la televisión mexicana actualmente esta inspirado o de plano copiado de lo que hicieron ese par de extraordinarios comediantes a finales de la década de los 80s. Llevaron el albur y el doble sentido de manera abierta a la pantalla de la televisión y junto con José Ramón Fernández dieron una imagen distinta a los programas deportivos como Los Protagonistas. Después vinieron una serie de, en mi opinión, malas imitaciones rayanas en lo banal y en lo prosaico.
En fin, andando el tiempo La Caravana pasó, como corresponde a las caravanas. Y Ausencio Cruz y Víctor Trujillo siguieron cada uno su camino. Con Ausencio tuve la oportunidad de platicar en una de las sesiones de Ciencia, Conciencia y Café, en casa de Francia donde junto con Rafael Barajas, El Fisgón, hablaron del humor. Ya andaba, él, en la televisión mexiquense y Víctor Trujillo en Televisa.
Recuerdo que muchos de los asistentes le decían frases como: Qué pasó con Brozo, por que se fue a televisa. Ausencio, un poco cansado, volteo y me dijo: “Ya me cansé que me pregunten a mí, yo no soy su papá.”
Ese es parte del morbo que me llevó el sábado en la noche al teatro (que por cierto estaba lleno a tope y con la presencia de personalidades como Nelson Vargas o Paoli Bolio).  Siempre me admiró la facilidad con que ambos comediantes, Cruz y Trujillo, podían cambiar de personajes, sin que fuera fácil reconocer a la misma persona detrás de por ejemplo Brozo y Estetoscopio Medina o la Beba.  Sabía que ambos tenían una historia de presentaciones teatrales anterior a su aparición en La Caravana.
De hecho el programa de mano que reparten al entrar a la función,  da pormenores de la trayectoria de Víctor Trujillo, que incluyen además de los que he reseñado aquí, algunos otros, que ignoraba, como por ejemplo su inicio como locutor en la XEB, a los 15 años de edad.
Tenía curiosidad de ver si Brozo traslucía en el pintor Rothko o si Trujillo lograba “engañarnos” y hacernos olvidar que hablaba la misma persona que da vida a Brozo. Creo que lo logra bastante bien.
La obra narra un pasaje de la vida de Mark Rothko, la que habla de su contrato para pintar los murales del restaurante Four Seasons del edificio Seagram, en Nueva York.  La trama se desarrolla mediante los diálogos que ocurren en el estudio del pintor,  entre él y su joven ayudante. A través de las conversaciones y discusiones entre ambos se  van narrando pasajes de la vida del pintor, exponiendo sus ideas estéticas y repasando parte de la historia del arte pictórico en el siglo pasado.
Rothko es un crítico feroz de la generación anterior a la suya, la de los cubistas, a quienes critica su excesivo comercialismo y el firmar los menús de los restaurantes.
Sin embargo, un hombre vanidoso, Rothko ha aceptado pintar los murales de uno de los  restaurantes más lujosos del mundo, cuya clientela es el tipo de personas por las que él no siente el mínimo respeto. Esa dualidad le produce una crisis que lo lleva a cancelar el contrato para la realización de los murales.
Parte de la discusión que también recorre la trama es la de la evolución del color rojo, como símbolo de vida, al color negro como símbolo de muerte. En la vida real, los cuadros de Rothko al final de su vida fueron teniendo tonos más oscuros, castaños y ocre y menos rojo.
La puesta en escena es dinámica hay pasajes donde se ve al pintor y su asistente colorear una tela, al compás de la música de fondo que marca el ritmo de un trabajo frenético, que se advierte catártico.
La obra me gustó. El trabajo de Víctor Trujillo también. Fui fan de La Caravana y de Brozo, así que salí contento, pero no pude evitar el pensamiento de que el conflicto de Rothko, que plantea la obra,  es en última instancia el de todo artista frente a la comercialización de su trabajo. Sin sobre ideologizar el asunto me pareció una paradoja el que el actor principal de esa pieza haya tenido que triunfar primero como payaso, para que se le conceda el derecho de actuar en serio.   

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