Hoy es el día en que se ha
convocado el final de las marchas que vienen del interior de Cataluña a
Barcelona. Tengo mi opinión sobre el
conflicto en Barcelona, pero no es el tema del que quiero hablar, sino de lo
que vi esta mañana en que salí a caminar por las calles de la llamada Ciudad
Condal.
No era mi interés principal ver
los contingentes de gente marchando ni hablar de las manifestaciones con la
gente local, pero eso terminé haciendo.
En realidad quería llevar a
pasear a un visitante que tengo en casa y ante la incertidumbre de como funcionaría
el transporte público decidimos ir a pie por la ciudad
Yo tenía que ir a recoger un envío
a la oficina de DHL, a la calle de Diputació. Mi visitante me acompañó. La
calle de Diputació es paralela a la Gran Vía de las Cortes Catalanas. El punto
de concentración es la convergencia de Paseo de Gracia y las Cortes Catalanas.
Vamos rumbo a Diputació caminando
desde el barrio de San Antoni, sobre Viladomat. Encontramos en el trayecto mucha
gente -jóvenes sobre todo, aunque no exclusivamente. Los cafés con sus terrazas
funcionan normalmente. Buen número de personas sentadas a sus mesas están
cubiertas con la bandera independentista, la estelada, en
la espalda.
Unas cuadras más adelante nos
encontraremos con vendedores de estas banderas, como a la
entrada del estadio te ofrecen la bandera del club. Algo hay
de esa emoción de multitudes hermanadas por un anhelo, en lo que voy viendo en
la calle.
Hay un ambiente de fiesta, de
hermandad y de identidad entre ellos. Hay también algunos turistas que han ido
a caer ahí por accidente, o por curiosidad tal vez y muchos camarógrafos. Algunos
reporteros hablan en francés. No se percibe riesgo, ni agresividad hacía los
transeúntes. El malestar se hace patente en los gritos hacía los
helicópteros cuando sobrevuelan la concentración.
A esa hora los comercios están
abiertos en su mayoría, pero no hay gente. Cuando llego a la oficina de DHL me
extraña ver que no hay cola. Dudo si estará abierto, empujo la puerta y para mi
sorpresa se abre. Adentro dos empleados se aburren.
Comentamos sobre la escasa
afluencia, mientras buscan mi paquete. No ha llegado a la oficina, me informan.
Debe estar en el aeropuerto, pero del aeropuerto para acá no habrá ya más
viajes hoy.
Salimos a la calle y caminamos
por Paseo de Gracia hacía la Plaza Catalunya.
Tomamos un pedazo de Urquinaona y nos enfilamos después por la Vía Laietana.
Ahí la densidad de manifestantes va aumentando conforme avanzamos con dirección
a la Barceloneta.
Hay un punto en que la marcha
ya no lo es, se convierte en concentración. La atravesamos y seguimos caminando
mientras vamos encontrando, en sentido contrario, otros caminantes que vienen al
punto de concentración desde el lado del mar. Cruzamos con una joven llevada en hombros por
un muchacho. Ella con el celular va grabando la marcha.
Llegamos a la Barceloneta y la
atravesamos para llegar a la playa, nos sentamos unos minutos a ver el mar. Distinguimos
a un par de nadadores que regresan, apenas se perciben a lo lejos. Triatletas entrenando,
quizás. Hablamos del tiempo que es
benigno y de los turistas que se broncean. Unos minutos más tarde decidimos
emprender el regreso.
Volvemos caminando ahora sobre
el paseo Joan de Borbón para llegar al paseo Colón y doblar a la Izquierda
rumbo a las ramblas. Mi visitante es un
hombre joven, recién egresado de la universidad; al regreso vamos hablando
sobre sus planes profesionales. Casi sin darnos cuenta llegamos ya a las
ramblas.
Hay en ese momento poca gente.
Hay mesas vacías en los restaurantes sobre el paseo central. También hay uno o dos dibujantes, haciendo retratos de
los turistas. Llegamos al metro Liceú, que toma su nombre del teatro cercano.
Frente al teatro, sobre la rambla, las mesas del Maximum.
Los restos de cerveza en una de esas copas que en México
llamamos tongolele, la sed producida por la conversación y la caminata nos
convencen de bebernos algo.
No tenemos mucho tiempo de
habernos sentado cuando empezamos a oír gritos, sin distinguir muy bien que
dicen. Es una marcha que avanza sobre la rambla. Hay gritos y pancartas para todos los gustos.
Pasa una joven con un cartel que dice F=ma. Me llama la atención y grito: ¡Viva Newton! La
manifestante vuelve la cabeza sorprendida y se ríe. Le da un codazo a su
acompañante y me señala, ambas voltean y se ríen, mientras siguen avanzando.
En ese momento saco mi celular
y escribo en el Facebook: “Aunque se equivoquen simpatizo con los inconformes”. Le explico a mi acompañante que es muy difícil
no sentir empatía con esa frescura de estudiantes que se manifiestan mostrando
pancartas de la segunda ley de Newton y en los que es evidente, como diría Sartre,
no la voluntad de desorden sino la voluntad de un orden nuevo.
Me pregunta, mi visitante, mi opinión
sobre el conflicto y le digo que mejor le preguntemos al mesero. En cuanto
regresa le hago la pregunta.
Esencialmente no está de
acuerdo. Le parece que se trata de una minoría tratando de imponer su punto de
vista a una mayoría. Nos da el ejemplo de los independentistas que tienen
negocios sobre las ramblas y que no han cerrado. Ellos, los dueños, no han venido
a trabajar nos dice, pero no han hecho la huelga. A los empleados que no son
independentistas si faltan les descuentan el día, pero si son independentistas,
pueden no venir porque están apoyando el movimiento.
Nos habla con preocupación de
lo que está sucediendo por las noches, en que las manifestaciones pacíficas se
tornan violentas. Protestas que iluminan las calles con las llamas que nadie
reivindica.
Hace rato que la marcha
terminó de pasar. Hace también un buen momento que hemos finiquitado nuestras
bebidas, la plática toca a su fin. Nos despedimos de nuestro interlocutor con un vago: en una de esas
volvemos a venir a platicar. Nos contesta con escepticismo y humor: espero no
estar jubilado.
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